Mientras espero a que se me sequen las acuarelas que pinté en mi cuaderno, me pongo a escribir algo para ustedes. En realidad estoy escribiendo lo que en un momento fue solo mío y que solo podía oír en mi cabeza.
Me fui veinte días a la costa con una amiga, mi hermana y su familia y me reencontré una vez más con uno de mis mejores amigos: el mar. ¿Sabían que amo nadar, sobre todo en el mar? ¿Y que una vez casi pierdo la vida ahí? Si no fuera porque luché contra la corriente hasta el cansancio, hoy no estaría acá escribiendo esto.
Cuando era chiquita intentaba observar a lo lejos, a ver si más allá de esa perfecta línea horizontal que parece infinita y parte el agua del cielo, llegaba a percibir algún país como China, Australia o el continente africano. Siempre me preguntaba qué pasaría si nadaba hasta el otro lado, ¿llegaría a alguno de esos destinos o llegaría a una isla desconocida? ¿Qué haría si hay tiburones, o hay tormenta, o se hace de noche? ¿Podría ver a los delfines de cerca? Mamá me dijo que nunca lo hiciera porque según ella me iba a ahogar. Yo nunca le tuve miedo, y por más que insistiera en que no me metiera muy al fondo y le tuviera respeto, yo sentía al mar como un amigo. Un día me confié demasiado de él y la cosa no terminó muy bien.
Siempre vi al mar como símbolo de rebeldía y libertad. Inestable y dudoso; no se sabe cómo va a amanecer al día siguiente, pero de seguro que de una forma distinta. Incluso puede cambiar y revertir su estado de ánimo y sus movimientos en pocos minutos. Sus dos compañeros son el viento y la arena y posee grandes y pequeños huéspedes dentro de sí. A veces revoltoso y gris, a veces sereno y azul, se arrastra hacia la orilla con fuerza. Se podría pensar que de vez en cuando tiene ganas de vengarse de quien lo contamina, o que quiere llegar a la orilla para tocar nuestros pies y conocernos mejor.
Tal vez quiera hacer un poco de las dos cosas, tiene sus razones.
Salado, fresco, espumoso y peligroso. Intenta llevarse todo y arrastra lo que toca y atrapa, pero también devuelve y regala cosas que ya no necesita.
El otro día me senté sobre la arena en la orilla y lo contemplé. Pensé en lo hermoso que se sentía estar descalza y con los pelos al aire (esto va para Pupii), con arena hasta en los oídos. El ruido de las olas al romper me hizo sentir melancólica y la brisa salada que me rozó la cara provocó que sintiera nostalgia. Pensé que el mar es otra parte de la naturaleza incomprendida por el ser humano, o por lo menos, es otra de nuestras tantas víctimas. Le quitamos lo que tiene, lo alteramos y a cambio lo llenamos de plásticos y bolsas. ¿Qué hubiera pasado si nosotros no hubiésemos existido? ¿Existiría el mar? ¿Vendría hasta la orilla con fuerza o viviría sereno?
Durante algunos días que me quedé, mientras el sol se ponía, no podía evitar inclinarme y levantar los vasos, las bolsas y los plásticos que la gente que venía a vacacionar tiraba en la arena. Hasta vi más basura que caracoles y más cigarrillos que piedritas. Me pregunto qué pensará esa gente en el momento en que deja caer sus desechos a la arena, o entierra el pucho para que se apague.
A veces creo que soy la única que ve al mar sufrir cada vez que se lleva algo nuestro. Y pensar que si todos los seres humanos, en todo el mundo, fuésemos conscientes y responsables de lo que hacemos, tal vez él hoy estaría más azul y tal vez los animales marinos serían más felices.
Ver y escuchar al mar me hizo sentir bien y mal a la vez. Siento que admiro y aprecio lo bello que es y eso me hace sentir inspirada. Si creería en las reencarnaciones, estaría segura que en otra vida fui ballena o delfín, o capaz un lobo marino o quién sabe, capaz fui una almeja; y por eso siento que lo amo y que me encanta. El mar es majestuoso e increíble, siempre está en constante movimiento y dentro de sí lleva cantidades de sorpresas y tesoros que tal vez jamás nos animemos a encontrar.
El mar y su inestabilidad es otra muestra de que vivimos en un mundo increíble. Porque no hay nada más hermoso y único que la naturaleza.
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Me fui veinte días a la costa con una amiga, mi hermana y su familia y me reencontré una vez más con uno de mis mejores amigos: el mar. ¿Sabían que amo nadar, sobre todo en el mar? ¿Y que una vez casi pierdo la vida ahí? Si no fuera porque luché contra la corriente hasta el cansancio, hoy no estaría acá escribiendo esto.
Cuando era chiquita intentaba observar a lo lejos, a ver si más allá de esa perfecta línea horizontal que parece infinita y parte el agua del cielo, llegaba a percibir algún país como China, Australia o el continente africano. Siempre me preguntaba qué pasaría si nadaba hasta el otro lado, ¿llegaría a alguno de esos destinos o llegaría a una isla desconocida? ¿Qué haría si hay tiburones, o hay tormenta, o se hace de noche? ¿Podría ver a los delfines de cerca? Mamá me dijo que nunca lo hiciera porque según ella me iba a ahogar. Yo nunca le tuve miedo, y por más que insistiera en que no me metiera muy al fondo y le tuviera respeto, yo sentía al mar como un amigo. Un día me confié demasiado de él y la cosa no terminó muy bien.
Siempre vi al mar como símbolo de rebeldía y libertad. Inestable y dudoso; no se sabe cómo va a amanecer al día siguiente, pero de seguro que de una forma distinta. Incluso puede cambiar y revertir su estado de ánimo y sus movimientos en pocos minutos. Sus dos compañeros son el viento y la arena y posee grandes y pequeños huéspedes dentro de sí. A veces revoltoso y gris, a veces sereno y azul, se arrastra hacia la orilla con fuerza. Se podría pensar que de vez en cuando tiene ganas de vengarse de quien lo contamina, o que quiere llegar a la orilla para tocar nuestros pies y conocernos mejor.
Tal vez quiera hacer un poco de las dos cosas, tiene sus razones.
Salado, fresco, espumoso y peligroso. Intenta llevarse todo y arrastra lo que toca y atrapa, pero también devuelve y regala cosas que ya no necesita.
El otro día me senté sobre la arena en la orilla y lo contemplé. Pensé en lo hermoso que se sentía estar descalza y con los pelos al aire (esto va para Pupii), con arena hasta en los oídos. El ruido de las olas al romper me hizo sentir melancólica y la brisa salada que me rozó la cara provocó que sintiera nostalgia. Pensé que el mar es otra parte de la naturaleza incomprendida por el ser humano, o por lo menos, es otra de nuestras tantas víctimas. Le quitamos lo que tiene, lo alteramos y a cambio lo llenamos de plásticos y bolsas. ¿Qué hubiera pasado si nosotros no hubiésemos existido? ¿Existiría el mar? ¿Vendría hasta la orilla con fuerza o viviría sereno?
Durante algunos días que me quedé, mientras el sol se ponía, no podía evitar inclinarme y levantar los vasos, las bolsas y los plásticos que la gente que venía a vacacionar tiraba en la arena. Hasta vi más basura que caracoles y más cigarrillos que piedritas. Me pregunto qué pensará esa gente en el momento en que deja caer sus desechos a la arena, o entierra el pucho para que se apague.
A veces creo que soy la única que ve al mar sufrir cada vez que se lleva algo nuestro. Y pensar que si todos los seres humanos, en todo el mundo, fuésemos conscientes y responsables de lo que hacemos, tal vez él hoy estaría más azul y tal vez los animales marinos serían más felices.
Amanecer del 16 de enero.
Ver y escuchar al mar me hizo sentir bien y mal a la vez. Siento que admiro y aprecio lo bello que es y eso me hace sentir inspirada. Si creería en las reencarnaciones, estaría segura que en otra vida fui ballena o delfín, o capaz un lobo marino o quién sabe, capaz fui una almeja; y por eso siento que lo amo y que me encanta. El mar es majestuoso e increíble, siempre está en constante movimiento y dentro de sí lleva cantidades de sorpresas y tesoros que tal vez jamás nos animemos a encontrar.
El mar y su inestabilidad es otra muestra de que vivimos en un mundo increíble. Porque no hay nada más hermoso y único que la naturaleza.