1 may 2016

Barrio Adentro

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El colectivo 373 nos dejó en las vías justo en la entrada de Villa Inflamable, un barrio que se encuentra en el partido de Avellaneda en la provincia de Buenos Aires.  En una esquina estaban escuchando cumbia santafecina y justo en frente pasaba un camión de Shell que se dirigía a la petroquímica, no muy lejos de donde estábamos. Eran las tres y media de la tarde, había sol pero hacía frío; metí las manos en los bolsillos y observé a nuestro alrededor: basura en la calle de tierra, un patrullero estacionado a pocos metros y un pequeño parque que contrastaba con las casas de chapa, los perros vagabundos y una señora arrastrando un carrito repleto de cartones y botellas de plástico.

Llegaron a buscarnos y entramos al barrio, en donde un grupo de chicos que asisten a un comedor comunitario llamado "Los amiguitos", nos estaban esperando. Caminamos por caminos que no eran calles y esquivamos charcos de agua estancada de lluvias otoñales de hace quince días atrás. Sentí mi garganta arder por aquel olor ácido que había en el ambiente; estábamos en una zona en emergencia ambiental, no teníamos la menor duda. Los desechos químicos e industriales están matando todo.


Yo iba hablando con Hebe, una compañera que conocí el año pasado cuando hice el CBC, a quien mencioné en una de las primeras entradas de Crónicas Universitarias. Ella me preguntó si alguna vez había entrado a una villa y yo asentí, no era la primera vez. Durante mi infancia me tocó vivir en varias ciudades del conurbano del Gran Buenos Aires y a las villas las conocía, pero nunca me adentré tanto en una como aquel último día de abril del año 2016.

Llegamos al comedor y nos hicieron pasar. Sentados todos en su lugar, nos recibieron con un tímido "hola". Yo sonreí, eran un montón. Saludamos a las mujeres encargadas del comedor, trabajadoras de una textil y fundadoras de una cooperativa, que nos dieron la más cálida bienvenida.
Allí dentro de aquel sector de cuatro paredes hechas de chapas, había una pequeña cocina, una televisión, un sillón, dos mesas y muy poca luz. A penas cabíamos todos.

Cuando salimos afuera para presentarnos, los chicos salieron corriendo y se dispersaron. Unos se pusieron a jugar a las cartas, algunas nenas se nos acercaron curiosas, y otros exclamaron, mientras corrían a esconderse: ¡Esas chicas nos van a hacer estudiar!

Como lectores se preguntarán por qué les estoy contando esto; como seguidores del blog dirán: "Aylén otra vez escribiendo un post más distinto que el otro"; y como persona perteneciente a una sociedad, se preguntarán: ¿Qué hace ahí? ¿No es peligroso?


Cuando empecé la universidad, sabía realmente por qué había elegido estudiar y ser una profesional. Muchos pensarán que solo lo hago para que en el día de mañana, cuando me reciba, tenga mi trabajo, mi casa, mi familia y mi dinero —en simples palabras, para tener éxito en la vida—. En realidad ese no es mi caso. Yo elegí entrar a la universidad y estudiar comunicación social para formarme como una profesional que tenga las herramientas necesarias para, todos los días, hacer una sociedad y un mundo mejor. Creo en la comunicación como una de las tantas herramientas que existen para cambiar el mundo: para contarle a la gente las cosas que pasan y cómo somos realmente; para hacer ver lo que los otros no quieren ver y darle voz a los que no la tienen. Y así, como yo, mis compañeras iban con otras visiones y objetivos: una estudia periodismo, otra psicología, otra enfermería, otra abogacía, otra medicina, y Hebe, comunicación como yo.
¿Qué sentido tiene estudiar tantos años, cursar tantas horas y tener un título, si no conocemos la realidad que nos rodea... si no intervenimos con las injusticias de nuestra sociedad? ¿Salís de la universidad solo para trabajar? Te estás olvidando de que un profesional existe y está para contribuir con la comunidad, sino, ¿para qué existen los médicos, los abogados, los ingenieros, etc.? Todos, absolutamente todos, desde distintos ámbitos y vocaciones, hacemos algo en la sociedad, ya sea positiva o negativamente.


Nos sentamos en el piso y llamamos a todos para hacer una ronda, pero, ¿Para qué estábamos ahí? A los nenes les explicamos que vamos a ir todos los sábados para jugar con ellos, hacer talleres, actividades recreativas y para ayudarlos a hacer la tarea de la escuela. A partir de ese día nos convertimos en educadoras populares: no somos una luz que ilumina mentes oscuras sin conocimiento, sino que somos aprendices de ellos y ellos aprendices de nosotras. Algo así como una especie de retroalimentación educativa: nosotras les enseñamos a ellos y ellos nos enseñan a nosotras. Un vínculo que cruza dos lados constantemente. Un ida y vuelta.
En esa ronda cada uno se presentó y, uno de ellos —luego de presentarse como Robertito—, nos dijo que quería aprender a leer y nos pidió que le enseñáramos para "poder leer todos los libros que tiene en su casa". Una vez que nos conocimos todos, me acerqué particularmente para entrevistarlos uno por uno. 

¿Cómo te llamás? ¿Cuántos años tenés? ¿En qué grado estás? ¿Cuál es la materia que más te gusta y cuál es la que no? ¿En qué materia necesitas ayuda con la tarea? ¿Sabés leer y escribir? ¿Sabés sumar, restar, multiplicar, dividir? ¿Cuál es tu juego favorito?
Yo y Hebe entrevistamos a cada uno y no puedo explicar todo lo que sentí al comunicarme con ellos. Muchos tenían vergüenza o eran tímidos a la hora de responder las preguntas, pero la mayoría se me acercaba con entusiasmo y, entre risas, compartían conmigo un pedacito de sus vidas. Cada nene y cada nena me abrió su mundo y me contestó con sinceridad, un poquito sobre quiénes son.
Cuando llegué al último que me quedaba para entrevistar, no me imaginé lo que me iba a decir.

-Hola, ¿cómo te llamás?
-Jorge.
-¿Cuántos años tenés?
-Once.
-¿En qué grado estás?
-No voy a la escuela.

No va a la escuela.

-¿Por qué no vas?
-Y... porque tengo problemas con mi familia y nadie me lleva, pero yo quiero ir.
-¿Vos querés aprender a leer y a escribir?
-Sí.
-Bueno, nosotras te vamos a enseñar y vas a poder leer y escribir todos los libros que quieras.

Luego de conocer a Jorge ya no daba más, necesitaba llorar por un momento. Después de conocerlos y saber en qué condiciones estaban viviendo, ya no me sentí igual.
Respiré, le sonreí y le pregunté cuál era su juego favorito: "El fútbol", me contestó. "¡Qué genio!" Le dije. Y lo vi sonreír.
Hace unos segundos atrás casi nos ponemos a llorar los dos, pero en ese momento ya estábamos sonriendo. Así, con segundos de diferencia.
Miré mi cuaderno con un nudo en la garganta y me di cuenta de que habían muchos que no sabían escribir, y al igual que Jorge, algunos tampoco iban a la escuela.





Ya eran casi las cinco de la tarde y después de merendar, cada uno se preparó para volver a sus respectivas casas. Mientras se iban y dejaban la taza donde antes había arroz con leche, los vi temblar de frío. Uno de ellos tenía fiebre y estaba tirado en el sillón del comedor. Imágenes que para mí, fueron fuertes.

En ese instante ya no estaba viendo a una sociedad como masa —como cuando les escribo por acá y les digo qué es la sociedad—, tampoco estaba escuchando un teórico sobre cultura y sociedad en la Facultad de Sociales. Simplemente me encontraba en el sector más ignorado por todos nosotros. Yo estaba ahí con ellos: con los ninguneados, con los abandonados y con los peligrosos.
¿Cómo cruzarse de brazos y no hacer nada, después de saber que a esos nenes se les priva de sus derechos como el comer, ir a la escuela y saber leer y escribir? ¿Puedo culpar a la política, al Estado, a Dios? ¿A quién puedo culpar mientras me siento a ver la televisión y espero que se solucionen las cosas? Podría elegir la ignorancia y ser feliz, tapándome los ojos cada vez que se me presenta algo como esto, total estas cosas siempre ocurrieron y van a ocurrir, ¡Tantos niños en todo el mundo que viven en estas condiciones!

La gente que me conoce, incluso mi familia, me dijeron que estoy loca, que estoy al pedo y que eso es muy peligroso... que algo me va a pasar.
Si estoy loca por querer mejorar la realidad, puede ser; si estoy al pedo es algo discutible; si es peligroso... bueno, podría ser, pero lo único que me va a pasar al ir todos los sábados para estar con esos chicos, es sentir que al fin estoy haciendo lo que siempre quise: no conformarme frente a las injusticias de nuestra sociedad y hacer algo para cambiarlas.

El día de ayer, para mí, fue un día triste e indignante... pero esperanzador. Espero que este post les haya llegado a ustedes tanto como a mí aquella experiencia, porque ya no sé de qué otra manera explicar lo que viví al conocer a esos nenes.

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