Perdidos en nuestra cabeza, en nuestros problemas y sentimientos, en lo que nos gusta, en lo que nos pasó ayer, en lo que puede pasar mañana.
Perdidos en alguien, en algo, en eso y en aquello. Perdidos en lo que queremos, sentimos y necesitamos. Siempre estamos mirando algo o hacia algún lugar, casi nunca donde estamos parados.
Porque, ¿por qué queremos lo que hay y tenemos ahora si se puede tener más?
Me di cuenta de que últimamente nos observo mucho como sociedad y sujetos. Cuando viajo, se me hace imposible no mirar a la gente y darme cuenta de que todos andan por la vida perdidos en sus cosas.
Esas miradas cansadas y desorbitadas, siempre mirando para otro lado: la ventana, el piso, el techo, el celular, un libro, el vendedor ambulante, la puerta que se abre y se cierra, la persona de al lado o la persona de enfrente. Otros se centran en lo que hay afuera de esa ventana; seguro se encuentran con un par de graffitis, alguien durmiendo en el piso en alguna vereda, mucha gente caminando en dirección opuesta, muchos negocios comerciales promocionando sus ofertas, algún que otro perrito caminando por ahí; algunas casas lindas y nuevas, otras antiguas y cuidadas, otras totalmente viejas y descuidadas porque tienen más historia que las recientes. Siempre, pero siempre que miran se encuentran con algo y se pierden en ello.
A veces, creo yo, necesitamos perdernos para sentirnos alguien. Necesitamos hacerlo para no encontrarnos y darnos cuenta de que todos somos una misma cosa andante que se pierde porque elige perderse y estamos así porque así lo quisimos.
Somos una sociedad extraña, que en el espacio público camina y elige ignorar al otro, esquivar al de al lado y seguir caminando. Cada uno se dirige hacia algún lugar, cada quien sigue su camino y no importa lo que hace el otro, porque estamos perdidos en hacer lo que nos importa. Aceptamos que hay que cruzar la calle cuando percibimos que la luz blanca se encendió y el símbolo de la personita caminando nos dice que lo hagamos; aceptamos que esas líneas horizontales plasmadas sobre el asfalto nos indican por donde tenemos que hacerlo para continuar por nuestro camino. Aceptamos que en el espacio público sólo se transita y se es alguien más. Aceptamos reglas impuestas naturalmente, reglas que nos dicen qué hacer y que no hacer ahí. Reglas que nos muestran que hay un yo y hay un otro; que el otro puede ser distinto, que me puede dar miedo, me puede sorprender o me puede gustar si es que cumple con cierto rol o estereotipo social.
Al que entrega volantes muchas veces lo ignoramos o evitamos, al artista callejero lo contemplamos -a veces nos gusta lo que hace y a veces no, le dejamos algo o seguimos-, al señor que le faltan dos piernas y que está sentado en la calle esperando una colaboración económica por los demás, lo miramos sin expresión, pero con cierta compasión o indiferencia -depende del día, depende cómo estemos de humor-. El que va caminando en traje y corbata hablando por celular nos da la impresión de que no tiene vida pero sí tiene todo, incluso más que todos nosotros que leemos esto. La viejita que va caminando con el carrito de verduras y un bastón en mano, nos da a entender que aunque le quede poca vida, hoy tiene el almuerzo asegurado. El hippie de la esquina que vende pulseras artesanales nos da a entender que es un vago porque no está haciendo lo que todos debemos, cuando en realidad él está más perdido en cumplir sus sueños que nosotros con nuestras obligaciones. Esas personas que entran a los comercios con las manos vacías y bolsillos llenos, y que salen con las manos llenas y los bolsillos quemados, cuando seguramente la mitad de esas cosas que compraron las van a desechar mañana. Todos son un alguien que se homogeneiza, que acepta y que se constituye como parte de la sociedad.
Somos algo que no solo quiere tener, sino mayormente parecer y hasta incluso no nos podemos conformar con sólo parecer y no tener, porque si no tenés no sos nada.
Estamos perdidos en eso que queremos parecer y tener; todo el tiempo consumimos, nos perdemos en los límites, en los estímulos, en lo poco que vemos y creemos. Estamos perdidos en convencernos de seguir sometidos a esas normas y rutinas porque creemos que están bien; que si escapamos de esta esfera coercitiva y hacemos algo distinto ya hay algo mal en nosotros y por eso aceptamos todo eso, porque estamos perdidos y no conocemos ni lo sabemos todo.
Lo extraño es lejano y nos aferramos a lo cercano y conocido para sentirnos protegidos. Aceptamos el sistema, los hechos sociales, los estereotipos; aceptamos el hecho de que a la noche se duerme y de día "vivimos". Que si no tenemos plata no podemos ir al cine (algunos no lo aceptan y roban, claro). Aceptamos las cosas y no cuestionamos, nos callamos porque nos sentimos obligados y nos conviene. Somos una sociedad que se produjo, que se formó y se destruye a sí misma. Porque siempre estamos perdidos: ahí, allá, acá. En esto, en eso y en aquello. Somos miradas y ojos que dicen algo, somos rostros que reflejan una sola cosa, somos acciones, gestos, palabras, interacciones, discursos, historias, ideas y pensamientos. Somos eso que queremos y no queremos, eso que tenemos y no tenemos. Somos lo mejor y lo peor que existe sobre el planeta Tierra. Somos la mejor y peor perdición de nosotros mismos.